jueves, 17 de octubre de 2013

AROMAS

A través de la publicidad nos bombardean con anuncios de colonias y perfumes. Debemos oler a flores, a fresco, a libertad (¿alguien sabe a qué narices huele eso?). A veces se nos olvida que somos animales y que los aromas alteran nuestro inconsciente.
Seguramente todos tenemos presente el olor a sudor compartido que queda en las sábanas y la sonrisa que nos provoca al salir el sol. Recordamos el olor de la cocina de la abuela y en décimas de segundo volvemos a tener 6 años. Incluso las grandes superficies usan el olor a pan recién hecho para incitarnos a comprar más.
Pero hay un olor que queda impregnado en nuestro ADN y se vuelve imborrable, el olor de nuestros hijos.

Los hijos lo modifican todo, ya lo sabemos. Lo que yo no sabía es que modificarían la fragancia de mi casa, de mi almohada, de mi mundo. Cuando nacieron mis hijos me regalaron litros y litros de colonia infantil que nunca usé. ¿Quién querría ocultar ese aroma dulzón, a lactancia, a suavidad, a vida? Aún hoy me
sorprendo enterrando la cara en su pijama cuando no están y siento como si estuviera tomando prestado un trocito de su esencia.
No puedo imaginar lo que sienten las familias que han perdido a un hijo. Creo que yo me quedaría atrapada en su cama, enterrada entre sus peluches, arropada por su efluvio, incapaz de dejarlo escapar.

Cuando me quedé embarazada del mayor dejé de usar aromas artificiales, ofendían a mi hormonada nariz. Y cuando nació no me lo recomendaron por las dificultades de la lactancia. Poco a poco, recuperé un mundo olvidado de sensaciones e impresiones etéreas, un mundo oculto tras los programas de marketing. Un mundo en el que mis hijos tienen su propia marca y su primaria madre está encantada de reconocer.
Un mundo enmarcado por su olor.



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